SAN JOSÉ DE SECCE, Perú, nov (IPS) - La identidad de las personas también fue blanco de la lucha armada peruana. En el lugar donde estalló el conflicto hoy quedan recuerdos, fosas con huesos desconocidos o alguna fotografía de muertos y desaparecidos por los maoístas, el ejército o los paramilitares entre 1980 y 2000.
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El gobierno de Alan García instaló en octubre el Consejo de Reparaciones encargado de construir la lista de víctimas y sobrevivientes del conflicto con derecho a recibir indemnizaciones, una medida recomendada por el informe de 2003 de la independiente Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que estudió las causas y consecuencias de dos décadas de violencia política.
La guerra acabó oficialmente seis años atrás. Pero en el distrito de Santillana, parte de la provincia de Huanta en la sureña región de Ayacucho, donde el maoísta Sendero Luminoso inició su insurrección, la gente todavía vive en estado de angustia.
Santillana estuvo a punto de desaparecer del mapa por los ataques de la guerrilla y la represión del ejército y las paramilitares autodefensas. Los que sobrevivieron temen que el Estado los margine del Plan Integral de Reparaciones, un programa de retribución e indemnización para quienes sufren las consecuencias del conflicto.
Las comunidades andinas de Santillana tampoco han mejorado sus condiciones de vida. Siguen tan pobres y excluidas como en 1980, cuando Sendero comenzó la guerra.
La CVR calculó que los actores armados asesinaron y desaparecieron a 10.661 personas en Ayacucho, 47 por ciento de todas las víctimas civiles de un conflicto en el que murieron 69.280 personas si se consideran también las bajas de guerrilleros, militares y autodefensas, según las cuentas de la comisión.
De las más de 10.000 víctimas civiles de Ayacucho, una mayoría de 22 por ciento vivían en Huanta de la que es parte Santillana, un archipiélago de comunidades indígenas situadas entre los 3.000 y los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Sólo en este distrito la CVR estimó que los actores armados mataron a más de 1.000 pobladores.
A cualquiera que se pregunte en San José de Secce, capital de Santillana, tiene un familiar muerto en el conflicto. Pero el registrador civil local, César Méndez, uno de los pocos funcionarios estatales en este lugar, explica que en sus archivos sólo están consignados dos certificados de defunción durante la guerra interna.
La guerrilla no sólo tenía como blanco a las autoridades locales sino cualquier vestigio de la presencia del Estado: la municipalidad, la prefectura y el registro civil.
Los registradores eran asesinados o se fugaban de sus aldeas, y centenares de libros de actas de nacimientos y defunciones fueron quemados por los senderistas.
"Por miedo, por falta de recursos o por desconocimiento los pobladores no registraron la muerte de sus familiares", explicó Méndez. "Si no se ha registrado el fallecimiento de esas personas, es como si nunca hubieran existido. Es como no tener partida de nacimiento: no hay registro de haber venido al mundo".
Para evitar que los libros acabaran en las llamas, el registrador de Santillana los escondió por años bajo tierra. Terminado el conflicto, buena parte de ellos habían sido devorados por la humedad.
"Hemos comenzado a reconstruir los libros, pero es un trabajo de muy largo aliento", explica Méndez. "Hay mucha gente que no tiene partida de nacimiento y tampoco certificado de defunción. Sus familiares vienen con sus fotografías, pero eso no es suficiente para acreditar que una persona existió. Eso es lo que dice la ley".
Obtener esos documentos implica un trámite arduo aquí.
La población campesina, que sólo habla quechua y tiene poca o ninguna instrucción escolar, es obligada a realizar trámites en español. Los pobladores del medio centenar de aisladas comunidades de Santillana, como Putis o Marcaraccay, deben viajar hasta la capital del distrito para solicitar los documentos, y no pueden costear el viaje y la estadía.
"El registrador de Aranhuay, una comunidad en la que Sendero y el ejército com
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La Asociación coordinó en Santillana un programa de reconstrucción de registros civiles afectados por la guerra con financiación de la organización internacional Oxfam.
De los 193 libros de registros que existían en Ayacucho durante el periodo de violencia, la mitad ha resultado total o completamente dañado, dice Reynoso. En San José de Secce y Aranhuay, donde ella trabajó en la recuperación de documentos, encontró 867 partidas de nacimiento parcial o totalmente destruidas.
"Hemos proyectado el número de pobladores afectados por la destrucción de los registros civiles en Ayacucho y la cifra alcanza a 45.000, lo que implica un desafío para el proceso de reparación de las víctimas", afirma.
Por eso la angustia de la guerra se prolonga en tiempos de aparente paz.
Gerardo Fernández, vecino de la comunidad de Putis, casi barrida por insurgentes y militares, ha comenzado a registrar por su cuenta en unos cuadernos los nombres de las víctimas.
Su lista llega hasta ahora a 380 personas, entre muertos y desaparecidos. "Todavía me falta recoger muchos más casos. ¿Cómo se les va a reparar a esa gente si en ninguna parte están registradas sus muertes?", se pregunta este hombre enjuto y cetrino.
"Los senderistas mataban a las autoridades y después a los que según ellos colaboraban con los militares y las autodefensas. Y si no encontraban a los que tenían en su lista, en venganza mataban a sus familiares, niños o adultos", relata Fernández. "Después venían los del ejército con una lista negra y mataban a los que supuestamente eran senderistas o colaboraban con ellos".
Fernández mismo es un sobreviviente. El ejército secuestró a su madre, Catalina Mendoza Quispe, de 42 años, y a su hijo, Raúl Fernández Ccente, de sólo tres años. Nunca aparecieron.
"Fue el 19 de abril de 1985. Los responsables son el capitán 'Bareta' y el teniente 'Lalo'", afirma. El ejército se niega a informar qué oficiales se ocultaban bajo esos alias.
En 2001, Fernández informó a los gobernantes de Ayacucho del hallazgo de tres fosas comunes con restos de pobladores asesinados por los militares. Pero nada ocurrió. En octubre encontró dos fosas más en Putis, pero las autoridades le han dicho que no cuentan con recursos para hacer la exhumación.
"No entendemos cómo se pretende reparar o indemnizar si ni siquiera se han investigado las tumbas clandestinas. Nos piden certificado de defunción, pero allí están los huesos para que verifiquen", dice con honda tristeza.
Los restos corresponden a 117 pobladores de nueve comunidades que en diciembre de 1984 escapaban del acoso de los senderistas y fueron conducidos por el ejército hasta Putis. Allí los militares les hicieron excavar zanjas para construir viviendas. Pero lo que cavaron eran tumbas: los campesinos fueron fusilados bajo cargo de pertenecer a Sendero.
"Nadie ha sacado partidas de defunción. En Putis mataron a familias completas: a los Condona Quispe, a los Centeno Chávez, a los Gamboa Ccente, a los Madueño Curoi, a los Condoray Huallasco. ¿Quién va a reclamar por ellos si todos están muertos?", se pregunta Fernández.
La socióloga Sofía Macher, ex integrante de la CVR y presidenta del flamante Consejo de Reparaciones, reconoce a IPS que la falta de certificados de defunción hará difícil la tarea de retribuir a las víctimas. Pero se excusa de dar mayor información porque el organismo se encuentra evaluando qué hacer al respecto.
Fernández sigue viajando como una sombra, con gruesos libros bajo el brazo, por las comunidades de Putis, en busca de más nombres de víctimas.
Y quizás encuentre otra fosa clandestina con muertos de una guerra que oficialmente terminó hace seis años.(FIN/2006)
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