15 octubre, 2006

Somos lo que comemos, ¿o no?

 

Autor: LUIS ÚBEDA

Pastores de múltiples naciones han sufrido la llamada "ayuda negativa".

Un par de años atrás, en ocasión del Día Mundial de la Alimentación, que se conmemora cada 16 de octubre, el Director General de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), el doctor Jacques Diouf (Senegal, 1938), expresó: "La biodiversidad mundial está en peligro y ello podría comprometer seriamente a la seguridad alimentaria mundial".

En aquel entonces el lema que presidía los festejos por la fecha, destacaba: "La biodiversidad al servicio de la seguridad alimentaria", elevando a los primeros planos la importancia de la biodiversidad para garantizar a todas las personas el acceso sostenible a una alimentación que favoreciera la vida activa y saludable.

No es festinada la preocupación. De acuerdo con análisis de la FAO, en los últimos 100 años se han perdido unas tres cuartas partes de la diversidad genética agrícola, y de 6 300 especies animales, 1 350 corren peligro de extinción o ya han desaparecido. Obviamente, la oferta de alimentos ha devenido peligrosamente vulnerable.

Por ejemplo, el maíz (en náhuatl teocinte, alimento de dioses) es desde tiempos prehispánicos ingrediente básico entre los indoamericanos. Formaba parte del culto ceremonial y religioso, y antes de cocerlo lo calentaban con el aliento para que no sufriese con los cambios de temperatura; si encontraban algún grano en el suelo lo recogían y oraban para pedir disculpas por el desperdicio e impedir que los dioses se vengaran produciendo sequías y hambre.

Semejante respeto difiere mucho del trato que damos hoy a muchos recursos alimenticios, que terminan incinerados en los tantos basureros del orbe como sobra de privilegiadas mesas, o más lamentable aún, con el fin de mantener o elevar los precios en el mercado.

Hay grandes regiones y culturas cuya alimentación se basa en el maíz, el trigo, el arroz, la papa, el cacao o la yuca. Sus tradiciones, actividades y cosechas, sus sagas y expresiones artísticas, tienen presente ese elemento esencial. Tanto el europeo o el asiático, pongamos por caso, se preguntan cómo pueden vivir las gentes comiendo arroz, frijoles o viandas todos los días. Y es que para su mentalidad, acostumbrados a ver la cocina provista de alimentos diversos (frescos, enlatados o congelados y repletos de conservantes), resulta sorprendente la forma de alimentarse de otros pueblos.

OJO CON LOS PATRONES

Un patrón de dieta no siempre es adecuado para todos. De facto, la irrupción de nuevos modos y costumbres alimenticios resulta a veces perjudicial para los pueblos. El organismo se acomoda a digerir los elementos nutritivos y las proteínas vegetales de una nutrición habitual, y sufre trastornos digestivos si le incorporan "cosas" extrañas como salsas muy condimentadas o comestibles refinados y precocinados. Los pueblos que incursionan en esos negativos hábitos son proclives a la obesidad, las enfermedades crónicas, vasculares, el cáncer o la diabetes, entre otras.

Pero hay más. Se ha dado el caso de la llamada "ayuda negativa", o sea, cuando ante desastres naturales o hambrunas, se abastece, por ejemplo, de leche en polvo a comunidades campesinas que ancestralmente consumen leche de cabra. En breve lapso, no hallan tan necesario madrugar para ordeñar los animales, y van perdiendo este hábito. Y mucho peor aún: una vez agotada la ayuda humanitaria del preciado alimento, con frecuencia demora recuperar la tradicional costumbre, como ha sido comprobado en muchas partes del mundo.

Alimentarse no es solo comer: precisa de un entorno, un equilibrio, un ritual, pues no es lo mismo hacerlo parado y aprisa, como suele suceder hoy entre los ejecutivos de las grandes capitales, que sentarse junto al fuego en cualquier aldea o a la mesa de una familia urbana común, donde todos comparten el alimento y la palabra.

ALIMENTOS PARA 10 000 MILLONES

En la actualidad, el 90% de los alimentos consumidos en los países industrializados procede de unas 14 especies de aves y mamíferos, mientras que el 50% de la fibra de origen vegetal proviene del trigo, el maíz, el arroz y la papa. Sin embargo, para que esta realidad sea sostenible, resulta vital proteger los océanos, los bosques y demás ecosistemas que acogen a la diversidad biológica mediante prácticas agrícolas razonables, como la rotación de cultivos, la agricultura orgánica y un menor uso de plaguicidas.

Los especialistas coinciden en que nuestro planeta produce alimentos para una población mundial de 10 000 millones de habitantes, cuando somos algo más de 6 200 millones. La paradoja es que sobra comida para todos, pero se distribuye de una forma desigual e injusta.

Desde hace tiempo, la FAO insiste en que más de 840 millones de personas siguen padeciendo hambre en todo el mundo y muchos más sufren carencias nutricionales. O lo que es igual: no bastan los informes ni las denuncias para lograr uno de los objetivos del Milenio: reducir a la mitad, para el año 2025, el número de seres humanos literalmente hambrientos.

Empero, mientras las naciones más desarrolladas, y en especial los Estados Unidos, indiscutible líder en la absurda y muy letal carrera armamentista, no destinen parte de los recursos que invierten en esa dirección, los informes de la FAO, de numerosas organizaciones gubernamentales y no gubernamentales y de países como Cuba, Venezuela y otros, denunciadores de tal flagelo en cada foro mundial, continuarán siendo letra muerta, y por consiguiente, se incrementará la cifra de necesitados y desnutridos. Y peor aún: más cruces en los cementerios del Tercer Mundo.

No es ocioso reiterarlo. Una alimentación saludable es semilla de un futuro sin enfermedades, y la biodiversidad deviene ahora palabra clave en la lucha contra la malnutrición.

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