02 junio, 2007

Estatistas, estadistas y equilibristas

Revista Qué PasaEdición sábado 2 de junio de 2007

Padre e hijo analizan el estado actual de la Concertación, después del mensaje del 21 de mayo. Ambos doctorados en economía (Oxford y MIT, respectivamente), ambos miembros del Partido Socialista, describen en el siguiente texto los espíritus que rondan hoy en el oficialismo.

Equilibrismo concertacionista

No es fácil el equilibrio. No es fácil el balance. No es fácil la armonía entre la dirección de propósito que entregan las convicciones y la efectividad técnica de la razón instrumental. Tan difícil es ese equilibrio entre principios y táctica, entre esencia y forma, entre doctrina y técnica, que resulta ser una anomalía histórica en Latinoamérica. Una de las excepciones es la Concertación: un caso raro de pragmatismo en políticas públicas, mezclado con epopeyas históricas y héroes populares. No hay otro país en nuestro continente con partidos con la raigambre doctrinaria e histórica que tienen el PS y la DC; tampoco hay una coalición con un palmarés de efectividad en políticas públicas como el de la Concertación.

Ese balance es uno de nuestros activos nacionales, es un patrimonio del pueblo de Chile y es la herencia que nos legaron los que ya no están. Nosotros, al igual que la mayor parte de la Concertación, consideramos que es nuestro deber preservar y proteger ese equilibrio.

Dicho equilibrio históricamente se sustentó en una combinación de riqueza intelectual, capacidad técnica y bagaje histórico, como los que pocos conglomerados políticos en países comparables pueden mostrar. El equilibrio de la Concertación se sustentó en su tormentosa diversidad, en su rebosante inconformismo, pero sobre todo en su riqueza intelectual. Si uno retrocede en el tiempo y recuerda con generosidad a quienes han conducido nuestros cuatro gobiernos, resulta difícil motejarlos simplistamente como tecnócratas o políticos, intelectuales u operadores, estatistas o libremercadistas.

Para nosotros, buena parte de lo que hizo la presidenta en su discurso del 21 de mayo pasado fue reafirmar que ese balance era posible y que estaba vigente. Que no era cierto que nos hubieran robado nuestra razón de ser debajo de nuestras narices. Que no nos habían reemplazado nuestra bitácora y carta de navegación por una caja registradora. Que no era cierto que ahora bastaba con obedecer en vez de pensar. La presidenta, a nuestro juicio, hizo un valioso intento por restablecer el equilibrio.

Dos autoritarismos

Fue importante el discurso porque a muchos nos inquietaba el aparente predominio -a contrapelo del sello de la presidenta- de cierta ortodoxia estatal (y no sólo gubernamental) resultante de la confluencia entre un "autoritarismo seudotecnocrático" (seudo porque incluye a técnicos de verdad y a allegados por conveniencia) con olor a regímenes ya superados; y "un anacrónico autoritarismo político" que también creíamos archivado para siempre.

Un "autoritarismo seudotecnocrático" que descalifica demasiado frecuentemente puntos de vista discrepantes -incluso antes de escucharlos- y presenta como verdades científicas recomendaciones de políticas públicas sustentadas en elevados grados de incertidumbre. Y "un autoritarismo político de viejo cuño", en que se cultiva la fe inquisidora del converso tardío y se ejerce el poder con poco respeto hacia los adversarios.

Un caso: el senador Ominami -que en materias económicas no es ningún recién llegado y detenta un doctorado de verdad de una prestigiosa universidad francesa- sostiene que nunca hemos creído (como se expresó en la campaña presidencial y en el programa de gobierno) que una rebaja del impuesto de primera categoría que existe hoy en Chile, sea el camino para incentivar el crecimiento y la inversión de manera significativa y sustentable. Más aún, sostiene que es muy debatible que una postergación transitoria de tal impuesto beneficie a las pymes; de eso se trata la depreciación acelerada, ni más ni menos.

De inmediato su postura fue macartizada y la disciplina parlamentaria fue impuesta de manera desafiante, lo que terminó, como todos recordamos, en una derrota en el Congreso para el gobierno.

Al final, podríamos decir que ganó Chile, porque hubo medidas adicionales de apoyo a la pyme y se abrió un debate sobre la conducción económica del gobierno, que condujo a una flexibilización moderada de la regla de superávit fiscal que le da piso presupuestario (claro, el piso no basta, pero es fundamental) a avances más serios en materia de educación.

La lección: el enorme costo que se paga por defender los aspectos fundamentales del programa de la presidenta respecto de quienes no creen realmente en él o están dispuestos a subordinarlo a cuestiones secundarias y debatibles. Ese costo -asumido por muchas personas en el último tiempo- desgasta a tal punto a sus actores, que no incentiva la crítica constructiva, ni desde dentro ni desde fuera del gobierno, y hace incierta la corrección más de fondo de los procesos de diseño y ejecución de políticas públicas del propio Ejecutivo.

Desde nuestro punto de vista, la señal que dio la presidenta el 21 de mayo es que ella no está dispuesta a permitir que la coalición se desequilibre y resquebraje de esta manera. Así interpretamos lo que ella hizo. No se debe subestimar la importancia de esa señal. En nuestra opinión es esencial para la sobrevivencia de niveles adecuados de gobernabilidad en nuestro país.

Estatistas y mercadistas

Necesitamos terminar con el chaqueteo interno de la coalición y con esa necesidad adolescente de separar al mundo entre "buenos" y "malos". Darnos cuenta de que en la Concertación no nos dividimos mecánicamente entre los que siempre proponen un Estado más fuerte e interventor y los que sólo promueven soluciones privadas a los problemas públicos. No nos dividimos entre neoliberales y chavistas, ¡por favor! Esas son caricaturas que sirven solamente para descalificar a contrapartes con las que no se está dispuesto a dialogar. Dejemos que la oposición juegue ese juego si es que quiere. A nosotros no nos va.

En la abrumadora mayoría de los casos de política pública hay una variedad de opciones instrumentales estatales, más o menos descentralizadas, más dependientes del gobierno o más autónomas; y una variedad de formas y diseños si se prefiere optar por soluciones privadas y utilizar los mecanismos del mercado adecuadamente regulados.

Lo que no se puede hacer es aceptar malas soluciones estatales o malas soluciones privadas. Lo que no se puede hacer es desconocer la experiencia y el conocimiento que existe sobre las imperfecciones y fallas de los mercados y del Estado. No se puede seguir alimentando debates sin sentido en los que se justifican los errores privados culpando al Estado o los errores estatales culpando a los privados.

Así no trabajan las naciones serias. No fue así como lograron avanzar los países a los que nos gustaría parecernos. Lo que tiene sentido es ser partidario de objetivos de política pública y usar los mejores instrumentos en cada caso.

El progresista acomplejado

El Transantiago muestra lo peligroso que es combinar voluntarismo político con una especie de complejo antiestatista. El progresista acomplejado aborda grandes iniciativas públicas, pero con un enfoque de gasto "coñete" -obsesionado con mostrarse como un conservador fiscal a toda prueba- y un enfoque regulatorio débil derivado de la necesidad igualmente absurda de mostrarse, por este camino, como cercano al sector privado.

El resultado es que termina faltando la chaucha p'al peso y no se hacen las cosas bien, como consecuencia de lo cual, se desprestigia el instrumento estatal y los actores privados participantes y se pierde respaldo social para otras reformas.

El progresista acomplejado reduce el número de buses para no reconocer que un sistema de transporte público que explicita las externalidades tiene que ser deficitario. El progresista acomplejado licita miles de recorridos y sin embargo no establece, desde el comienzo, una autoridad regulatoria. El progresista acomplejado esconde déficits en la deuda de las empresas públicas. El progresista acomplejado siente que estas cosas que estamos diciendo suenan muy estatistas. 

En la Concertación tenemos que curarnos de esto, porque si no, vamos a tropezar en cada reforma que queramos hacer.

Probablemente el remedio es la práctica de un discurso más pragmático en cuanto a los instrumentos de política pública, la defensa de una política macroeconómica sana pero sin tabúes, e hincarles el diente a las reformas que aseguren que el gasto sea más eficaz y eficiente.

Mientras más enfocados estemos en nuestros objetivos de avance social y menos enamorados de las formas, menos vergüenza vamos a tener. El Estado tiene que contar con el espacio político necesario para abordar sus responsabilidades, sin preocuparse, por así decirlo, del "qué dirán" de un lado u otro.  

El estadista pragmático

Un lugar en que necesitamos este renovado pragmatismo es en el tema de la reforma del Estado y de las empresas públicas.
Aquí vemos una paradoja: todos estamos de acuerdo en reformar el Estado, pero no necesariamente en qué es lo que eso significa.
Para unos significa limitar el accionar de los sindicatos públicos, eliminar la carrera funcionaria, concursar los cargos de confianza política y reemplazar una fracción importante del salario de los empleados por un sistema de incentivos.

Para otros reformar el Estado es eliminar los conflictos de interés, limitar el lobby, truncar la captura de parte del Estado por grupos gremiales o por clientes de servicios públicos, y limitar el rol de las donaciones empresariales en las campañas políticas. 

Es evidente que tenemos que hacer todo lo anterior. En algunos casos las reformas suenan "estatistas", en otros "mercadistas". ¿Qué importa?

En nuestra opinión, todas estas medidas tienden a fortalecer al Estado como instrumento de cambio social, liberándolo de trabas y capturas, y poniéndolo al servicio de aquellos que creemos que es un instrumento insustituible para el logro de mayores niveles de desarrollo, justicia social e igualdad. Si el Estado es el instrumento de cambio social, tenemos que tenerlo a punto, así de simple.

Hay que reconocer que la agenda de reforma del Estado que está impulsando la presidenta es bastante pragmática. Probablemente tenga sentido como Concertación darle un impulso mucho mayor. Particularmente en el caso de los gobiernos corporativos de las empresas públicas, abordando los problemas de conflictos de interés, captura, transparencia y el establecimiento de sistemas mucho más efectivos de defensa de su patrimonio.

Un ejemplo de una discusión donde se necesitan urgentemente más estadistas pragmáticos y progresistas sin complejos es en el debate sobre la reforma educacional. En este punto tenemos que reconocer que la presidenta ha dado una fuerte señal, tanto en términos de los montos comprometidos, como en la afirmación de que lo que se va a hacer es simultáneamente gastar, reformar el marco regulatorio y establecer una superintendencia.

La señal tiene la importancia de que es un intento por quebrar este equilibrio malo en el que un sector (sostenedores y profesores) condicionaba la disposición a reformarse a la plata, y el otro (la tecnocracia) condicionaba plata a la reforma. El actuar sobre el sector privado y público (ambos rinden mal en este caso) tiene la virtud de intentar terminar con el debate maniqueo e inmovilizante entre estatistas y mercadistas que se estaba desarrollando en este tema.

Desafortunadamente aún está por verse si esta fuerte señal de la presidenta va a ser pareada con igual disposición y generosidad por parte de los actores del sistema.

Aquí, una vez más, necesitamos actuar sin complejos. Necesitamos que el Estado asuma su responsabilidad, tanto en la provisión de educación pública de calidad como en el incremento en los montos y el control sobre la subvención a la educación privada. La superintendencia es absolutamente imprescindible si es que se quiere hacer rendir la subvención, es cierto, pero es insoslayable la necesidad de superar variadas formas de resistencia corporativa si es que se quiere  tener colegios públicos de más alto nivel, que contribuyan a producir un mejoramiento en los estándares mínimos del sector privado subvencionado.

La idea es, por supuesto, tener un sector público estatal más grande, de mejor calidad, con profesores mejor pagados, pero con reglas y prácticas muy rigurosas en materia de calidad y eficiencia. Pero, para llegar a eso, necesitamos progresistas pragmáticos que pongan los objetivos por delante de los instrumentos y, por sobre todo, que estén dispuestos a escucharse entre ellos.

El demócrata consistente

Todo esto es importante no solamente porque posibilita que la coalición siquiera conciba la elección de un quinto presidente consecutivo, sino porque viabiliza el fortalecimiento político de la Concertación de modo que, en el evento de que nos toque ser oposición, podamos defender con fuerza, unidad y convicción lo que estamos construyendo ahora.

Ojo con esto: la sustentabilidad del modelo de protección social no es sólo fiscal, es política; y depende del tipo de Concertación que sobreviva en el tiempo. Una política autoritaria que implementa cambios y reformas silenciando a los que debaten y a costa de la destrucción política de la coalición, es tan dinámicamente inconsistente como una política fiscal que implementa derechos que no son presupuestariamente sustentables.

Esto nos coloca ante un desafío mayor: la reforma de nuestros partidos políticos y, posiblemente, la formalización institucional de nuestra coalición. Necesitamos pensar en estructuras partidarias (y posiblemente suprapartidarias) que nos permitan simultáneamente tener vigorosos debates de conducción política y profundos debates técnicos sobre el diseño de las políticas públicas óptimas.

Necesitamos esa reforma porque lo que no podemos aceptar es que, cada vez que se presenten desacuerdos internos, la carencia de canales formales e instancias para debatir tienda a generar una crisis política. Todo lo contrario: necesitamos que el debate entre militantes y técnicos de la coalición (por sí solos y entre ellos) así como la rendición de cuentas programáticas de nuestras autoridades a la coalición, sean eventos normales del proceso político.  

La razón es muy simple: el tipo de gobierno que hacemos es un fiel reflejo del tipo de política interna que tenemos en la coalición. Si tenemos una oligárquica y excluyente, así será nuestro gobierno. Si tenemos una tecnocrática y autoritaria, así será. Si tenemos una capturada y avergonzada, así será. Si tenemos una política interna democrática, pragmática, sin complejos y dialogante, así será también nuestro gobierno. Depende de nosotros.

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