Jorge Majfud
En varios países del Cono Sur se ha reestablecido una necesaria crítica a la burocracia. Diferentes actores sociales, incluidos políticos en los gobiernos, han levantado su voz y su bolígrafo acusador contra este mal crónico. El riesgo consiste en que el efecto sea el mismo que se logra cuando se pretende combatir una bacteria con una dosis insuficiente de antibiótico: por la vieja ley de selección natural, los sobrevivientes más resistentes terminan por multiplicarse, haciendo menos probable el efecto inicial del antibiótico. Si continuamos esta metáfora, podemos reconocer que el remedio administrado consiste en reformas drásticas o la desesperanza y la resignación terminarán por fortalecerse y multiplicarse agravando la inmovilidad, la pereza —física e intelectual— y esa peligrosa sensación de la imposibilidad o de la inconveniencia de las revoluciones sociales.
Los historiadores más finos saben que la humanidad ha sufrido más de la peste burocrática que de la peste bubónica. La burocracia fue el síntoma y la causa de la decadencia y derrumbe del imperio romano y del imperio español, hundidos en un mar de papeles, leyes y controles inútiles. Aunque las crónicas apenas dejan entreverlos, detrás de los aventureros conquistadores, de los militares y de los sacerdotes iban los escribanos. La desconfianza entre los enviados de Dios hacía necesario que alguien diera fe (burocrática) de cada acción.
Desde sus columnas en El pobrecito hablador, José de Larra ya había satirizado repetidas veces la paralizante cultura burocrática de España, la que en su frustración se expresaba en una repetida queja que nos es familiar: "estas cosas sólo ocurren en este país" (1833). También Antonio Gil de Zárate, en El empleado (1843) escribió sobre la única verdad del burócrata: "que su sueldo es mentira". Para sobrevivir a la maquinaria del tedio, se inventaron en el siglo XIX exitosas estrategias: "El cigarro sirve para dos cosas, para dejar de trabajar y para armar conversación". Las arcas del estado estaban exhaustas y la regla era no cobrar por meses y no pagar las cuentas por medio año. El empleado estaba siempre atento a los movimientos políticos; pasaba miseria pero a veces, sin razones, se volvía rico. Finalmente, no sin ironía, Zárate confiesa que él mismo es empleado y está escribiendo eso que leemos, esperando una nueva revuelta o que un ministro amigo suba al gobierno.
Gracias a esta cultura del acomodo político y del inamovible puestito público, España comenzó a acostumbrarse a otra tradición: la emigración de su clase trabajadora. Ya no emigraban para colonizar sino para ser colonizados. Inglaterra, Francia y Holanda se convirtieron en el siglo XIX en receptores de desplazados sociales. Españoles, polacos e italianos se hacinaron en los llamados "depósitos" donde esperaban para buscar trabajo y así aumentaban la prosperidad de países en principio ajenos. De la misma época son los artículos de Eugenio de Ochoa "El Emigrado" y "El español fuera de España". En el primero Ochoa critica la única reacción del gobierno: acusar al desplazado de "delito de emigración", mientras Inglaterra y Francia gozaban de la provisión de un "contingente de emigrados políticos". El castigo de la emigración para el rico, observó Ochoa, es insignificante; para el pobre es durísimo. Por eso el rico no se preocupa por la política, porque "el emigrado rico en todas partes es perfectamente recibido".
Esta historia casi no se diferencia de nuestro presente latinoamericano.
El mexicano Leopoldo Zea observaba que también "nuestras revoluciones, nuestros ideales políticos degeneran en burocracia" (1953). Casi la misma idea es aludida en la película cubana Muerte de un burócrata, del genial director cubano Tomás Gutiérrez Alea. A no ser que se entienda la burocracia como un mal preexistente y resistente. No en vano la película está dedicada a Luis Buñuel, maestro del surrealismo. El "pregúntele a González" de Muerte de un burócrata (1966) es el mismo "vuelva usted mañana" (1833) de José de Larra. Con menos acidez y mayor resignación, el mexicano Emilo Carballido había estrenado su célebre obra El censo, representando dos elementos que van juntos en la cultura burocrática: corrupción y conformismo.
Por consolidación o por resistencia, la burocracia fue la muerte de todos los movimientos de liberación. El mismo Che Guevara, ya en el poder político de Cuba, criticó repetidas veces y en foros internacionales esta amenaza de los nuevos países socialistas. En Contra el burocratismo, lo reconoció en estos términos: "ya sea que esta falla del motor ideológico se produzca por una carencia absoluta de convicción o por cierta dosis de desesperación frente a problemas repetidos que no se pueden resolver, el individuo, o grupo de individuos, se refugian en el burocratismo, llenan papeles, salvan su responsabilidad y establecen la defensa escrita para seguir vegetando o para defenderse de la irresponsabilidad de otros". (1963)
Creo que en este momento es tiempo de apuntar contra dos mitos enquistados en la conciencia colectiva: (1) No es verdad que la burocracia sea un mal de los Estados y la efectividad una virtud de las empresas privadas. El sistema de salud de Estados Unidos por ejemplo, tiene una de las burocracias privadas más grandes del mundo. Pruebe alguien caerse enfermo y luego me cuenta. (2) No es verdad que los Estados están organizados para proteger y ayudar a los pobres en perjuicio de los exitosos empresarios que pagan impuestos. Los pobres de la periferia sobreviven de hecho sin la diaria protección de los Estados, pero ninguna bolsa ni ningún gran negocio nacional o internacional podrían hacerlo sin la constante intervención, auxilio y garantía de los gobiernos, ya sea proveyendo infraestructura, monopolizando la violencia del orden o interviniendo periódicamente en los valores bursátiles, los cambios de moneda y las tasas de interés, aún en los regímenes más liberales.
Es cierto que hay talentosos y mediocres, esforzados y perezosos. Pero no es cierto que estas categorías se traduzcan necesariamente en clases sociales. De hecho "gente trabajadora" significa "gente pobre" o "clase media". También el burocretinismo es capaz de aplastar cualquier talento y secar cualquier esfuerzo con la promesa de una seguridad artificial que conduce primero a la pereza y luego a la muerte cerebral. Todo en perjuicio de los verdaderos trabajadores. El burocraticismo es una forma de vida individual y una forma de muerte colectiva. El autómata burocrático —público o privado—, poco a poco, aprende a morir. (Creo que nadie ha expresado de forma más breve este drama como Roberto Arlt en La isla desierta, de 1939, y en toda su obra Juan C. Onetti.)
Las horas muertas matan. Lo peor que le puede pasar a un trabajador, a su sociedad, es que se resigne a buscar en su reloj la hora de salida. De nada sirve trabajar ocho horas sin entusiasmo (la pasión por un trabajo existe). Más valen tres horas creativas. La imaginación al poder y al trabajo. Necesitamos esa rebeldía para escandalizar las normas, para darle sentido a una frase que ha sido casi siempre una farsa: "el trabajo os hará libre".
- Jorge Majfud, escritor uruguayo, es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Atlanta, Estados Unidos.
Los historiadores más finos saben que la humanidad ha sufrido más de la peste burocrática que de la peste bubónica. La burocracia fue el síntoma y la causa de la decadencia y derrumbe del imperio romano y del imperio español, hundidos en un mar de papeles, leyes y controles inútiles. Aunque las crónicas apenas dejan entreverlos, detrás de los aventureros conquistadores, de los militares y de los sacerdotes iban los escribanos. La desconfianza entre los enviados de Dios hacía necesario que alguien diera fe (burocrática) de cada acción.
Desde sus columnas en El pobrecito hablador, José de Larra ya había satirizado repetidas veces la paralizante cultura burocrática de España, la que en su frustración se expresaba en una repetida queja que nos es familiar: "estas cosas sólo ocurren en este país" (1833). También Antonio Gil de Zárate, en El empleado (1843) escribió sobre la única verdad del burócrata: "que su sueldo es mentira". Para sobrevivir a la maquinaria del tedio, se inventaron en el siglo XIX exitosas estrategias: "El cigarro sirve para dos cosas, para dejar de trabajar y para armar conversación". Las arcas del estado estaban exhaustas y la regla era no cobrar por meses y no pagar las cuentas por medio año. El empleado estaba siempre atento a los movimientos políticos; pasaba miseria pero a veces, sin razones, se volvía rico. Finalmente, no sin ironía, Zárate confiesa que él mismo es empleado y está escribiendo eso que leemos, esperando una nueva revuelta o que un ministro amigo suba al gobierno.
Gracias a esta cultura del acomodo político y del inamovible puestito público, España comenzó a acostumbrarse a otra tradición: la emigración de su clase trabajadora. Ya no emigraban para colonizar sino para ser colonizados. Inglaterra, Francia y Holanda se convirtieron en el siglo XIX en receptores de desplazados sociales. Españoles, polacos e italianos se hacinaron en los llamados "depósitos" donde esperaban para buscar trabajo y así aumentaban la prosperidad de países en principio ajenos. De la misma época son los artículos de Eugenio de Ochoa "El Emigrado" y "El español fuera de España". En el primero Ochoa critica la única reacción del gobierno: acusar al desplazado de "delito de emigración", mientras Inglaterra y Francia gozaban de la provisión de un "contingente de emigrados políticos". El castigo de la emigración para el rico, observó Ochoa, es insignificante; para el pobre es durísimo. Por eso el rico no se preocupa por la política, porque "el emigrado rico en todas partes es perfectamente recibido".
Esta historia casi no se diferencia de nuestro presente latinoamericano.
El mexicano Leopoldo Zea observaba que también "nuestras revoluciones, nuestros ideales políticos degeneran en burocracia" (1953). Casi la misma idea es aludida en la película cubana Muerte de un burócrata, del genial director cubano Tomás Gutiérrez Alea. A no ser que se entienda la burocracia como un mal preexistente y resistente. No en vano la película está dedicada a Luis Buñuel, maestro del surrealismo. El "pregúntele a González" de Muerte de un burócrata (1966) es el mismo "vuelva usted mañana" (1833) de José de Larra. Con menos acidez y mayor resignación, el mexicano Emilo Carballido había estrenado su célebre obra El censo, representando dos elementos que van juntos en la cultura burocrática: corrupción y conformismo.
Por consolidación o por resistencia, la burocracia fue la muerte de todos los movimientos de liberación. El mismo Che Guevara, ya en el poder político de Cuba, criticó repetidas veces y en foros internacionales esta amenaza de los nuevos países socialistas. En Contra el burocratismo, lo reconoció en estos términos: "ya sea que esta falla del motor ideológico se produzca por una carencia absoluta de convicción o por cierta dosis de desesperación frente a problemas repetidos que no se pueden resolver, el individuo, o grupo de individuos, se refugian en el burocratismo, llenan papeles, salvan su responsabilidad y establecen la defensa escrita para seguir vegetando o para defenderse de la irresponsabilidad de otros". (1963)
Creo que en este momento es tiempo de apuntar contra dos mitos enquistados en la conciencia colectiva: (1) No es verdad que la burocracia sea un mal de los Estados y la efectividad una virtud de las empresas privadas. El sistema de salud de Estados Unidos por ejemplo, tiene una de las burocracias privadas más grandes del mundo. Pruebe alguien caerse enfermo y luego me cuenta. (2) No es verdad que los Estados están organizados para proteger y ayudar a los pobres en perjuicio de los exitosos empresarios que pagan impuestos. Los pobres de la periferia sobreviven de hecho sin la diaria protección de los Estados, pero ninguna bolsa ni ningún gran negocio nacional o internacional podrían hacerlo sin la constante intervención, auxilio y garantía de los gobiernos, ya sea proveyendo infraestructura, monopolizando la violencia del orden o interviniendo periódicamente en los valores bursátiles, los cambios de moneda y las tasas de interés, aún en los regímenes más liberales.
Es cierto que hay talentosos y mediocres, esforzados y perezosos. Pero no es cierto que estas categorías se traduzcan necesariamente en clases sociales. De hecho "gente trabajadora" significa "gente pobre" o "clase media". También el burocretinismo es capaz de aplastar cualquier talento y secar cualquier esfuerzo con la promesa de una seguridad artificial que conduce primero a la pereza y luego a la muerte cerebral. Todo en perjuicio de los verdaderos trabajadores. El burocraticismo es una forma de vida individual y una forma de muerte colectiva. El autómata burocrático —público o privado—, poco a poco, aprende a morir. (Creo que nadie ha expresado de forma más breve este drama como Roberto Arlt en La isla desierta, de 1939, y en toda su obra Juan C. Onetti.)
Las horas muertas matan. Lo peor que le puede pasar a un trabajador, a su sociedad, es que se resigne a buscar en su reloj la hora de salida. De nada sirve trabajar ocho horas sin entusiasmo (la pasión por un trabajo existe). Más valen tres horas creativas. La imaginación al poder y al trabajo. Necesitamos esa rebeldía para escandalizar las normas, para darle sentido a una frase que ha sido casi siempre una farsa: "el trabajo os hará libre".
- Jorge Majfud, escritor uruguayo, es profesor de Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Atlanta, Estados Unidos.
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