El cerebro: una máquina maravillosa capaz de gestionar todas las actividades voluntarias e involuntarias del organismo, un sistema que permite descifrar los estímulos que provienen del exterior e interactuar con ellos, una pieza orgánica perfecta, responsable de la preponderancia del Hombre sobre la Tierra.
Es natural que los mismos hombres, que pugnan por llegar cada día más allá en su lucha por dominar la naturaleza y la materia, intenten duplicar esta máquina magistral. Hacerlo significaría haber alcanzado el cenit de la creatividad natural y alcanzar también el conocimiento máximo de su poder, de sus limitaciones y quizá de su futuro.
Para una máquina, en cambio, ser capaz de entenderse a sí misma, conocer cómo funciona, sería un paso muy importante hacia su autoidentificación, hacia el dominio de sus capacidades, y quién sabe si el inicio del camino hacia su independencia respecto a sus creadores.
Son mundos aparentemente rivales: el hombre intentado imitar artificialmente al mejor ordenador (el cerebro orgánico), y la máquina que llega a convertirse en pensante, con todas las contradicciones que ello conlleva. El responsable de ambas tendencias es, por supuesto, el mismo: el propio Hombre.
Las universidades se han encontrado con numerosas dificultades al intentar humanizar las máquinas. La lógica no siempre es el método elegido por nuestro cerebro para tomar decisiones. Hasta que llegue ese glorioso momento, los tecnólogos han preferido seguir una vía más fácil: la construcción de los primeros sistemas mecánicos que otorguen a los robots características humanas. Estamos hablando de la visión artificial, los miembros táctiles...
En el otro extremo del espectro, los científicos han continuado desarrollando ordenadores cada vez más potentes y rápidos. Estos, por su capacidad de gestionar y procesar cantidades muy grandes de información, son lo más cercano al cerebro humano que hemos conseguido fabricar. Las tendencias industriales indican que la computación viaja hacia la miniaturización extrema, hacia la superación continua de marcas de velocidad. Pero, incluso aquí, los técnicos han encontrado factores limitativos. Los componentes de un ordenador no pueden hacerse más y más pequeños de forma infinita ya que llegado a un punto, complicados efectos cuánticos perjudican su funcionamiento. Es lo que llamamos barrera del silicio. ¿La solución? Probablemente utilizar otra materia prima, pero, ¿cuál?
Lo que empezó a verse como una fantasía es ya una probabilidad palpable: los ordenadores biológicos incorporarían material orgánico y sería éste el que nos permitiría entrar en la siguiente fase de desarrollo. Algunos científicos creen, por ejemplo, que sería posible implantar células nerviosas, neuronas, en las entrañas de un ordenador, para que éste pueda beneficiarse de sus cualidades innatas de almacenamiento de datos, rapidez de proceso, etc. Y aún hay gente que va más lejos, proponiendo el cultivo por manipulación genética de cerebros biológicos completos que así serían "programados" para realizar funciones específicas, ya sea a bordo de una nave espacial o en el mismo interior de nuestro frigorífico del futuro.
¿Es posible que la ciencia informática, tras varias décadas de continuos avances, deba al final recurrir a lo que la naturaleza ha puesto a disposición de los seres vivos hace millones de años? Hay varios investigadores que creen que no será necesario. Su objetivo es el estudio del cerebro desde todos los puntos de vista, hasta que sea posible duplicarlo electrónicamente. Y para quien no crea que ello es posible, varios científicos americanos encabezados por Mark Magleby se han empeñado en replicar la unidad más sencilla de la que se compone el cerebro, la neurona. Magleby cree que una vez confirmado su buen funcionamiento (lo que es mucho decir, ya que aunque las neuronas son "sencillas", aún falta ver cómo se las arreglan para actuar de forma conjunta, cómo trabaja realmente el cerebro humano) estaremos a un paso de poder crear un supersistema formado por muchos de estos elementos electrónicos individuales.
Aunque los caminos emprendidos sean radicalmente distintos y la meta muy parecida, lo cierto es que ambas tendencias pueden aportarnos aplicaciones extremadamente útiles. Por ejemplo, los médicos, reconociendo su relativa ignorancia en cuanto al funcionamiento exacto del cerebro humano, podrían aceptar como mal menor la instalación de implantes cibernéticos (bien conocidos por la industria electrónica) apropiados para suplir carencias físicas.
A pesar de lo poco que sabemos sobre ella, sí tenemos constancia de que ciertas áreas de la corteza cerebral están más especializadas que otras. De este modo, creemos haber localizado zonas responsables del habla, de la función motora, la coordinación física, la memoria, etc., de tal manera que si una de ellas es dañada, su responsabilidad directa queda también afectada. Una vez identificadas estas zonas en un paciente enfermo, no sería descabellado intentar suplir sus carencias implantándole sistemas electrónicos que se encarguen de las tareas que el cerebro debería hacer de forma natural.
Además, ¿a quién no le gustaría dejar a un ordenador electrónico la memorización de la lección de matemáticas, para poder acceder después a ella casi inconscientemente, como si formara parte integrante del propio cerebro? Las posibilidades son fabulosas. El verdadero superhombre lo será por su capacidad mental, no por su poder físico, así que la aparición de seres humanos cuya inteligencia y memoria serán cibernéticamente aumentadas podría llegar a implantar un nuevo sistema de clases.
También las máquinas equipadas con material orgánico (bioordenadores) y por ello millones de veces más potentes que los ordenadores actuales, tienen un brillante futuro por delante. Los sistemas mecánicos son en esencia desechables y pueden ser empleados en ambientes peligrosos para el ser humano. Si además están dotados de inteligencia artificial avanzada y mecanismos de manipulación, percepción, etc., pueden suplirnos en muchas tareas que de otro modo no harían sino desgastar nuestro cuerpo y envejecerlo.
¿Quién nacerá antes, los hombres-máquina o las máquinas-hombre? Las aplicaciones cibernéticas y las aplicaciones biológicas, aunque aparentemente enfrentadas, convergerán más tarde o más temprano y quizá debamos mirar a los antepasados de un individuo para llegar a discernir si tiene más de artefacto que de ser vivo, o viceversa.
El cerebro es un auténtico misterio incluso para la ciencia moderna. Si bien conocemos algunas cosas sobre él, sobre los procesos químicos y eléctricos que se desencadenan en su maravillosa complejidad, bien poco o nada sabemos sobre dónde encontrar los argumentos necesarios para justificar cuestiones tan etéreas como el "pensamiento", la "personalidad", los "sentimientos", el ¿"alma"?...
Construir una neurona electrónica quizá nos ayude a comprender con qué nos enfrentamos y quizá también descubramos el verdadero potencial del cerebro humano, probablemente no explotado en su totalidad. Ahora bien, cuando esta neurona electrónica haya avanzado lo suficiente en su diseño y obtengamos un primer cerebro electrónico total, equiparable a sus homólogos orgánicos, ¿qué ocurrirá? ¿Necesitaremos programas para hacerlo funcionar o será capaz de aprender por sí solo, como lo hace un niño estimulado por todo lo que le rodea? ¿Aparecerán espontáneamente sentimientos "cibernéticos", propios de la naturaleza del nuevo ente?
Hablar de inteligencia no algorítmica, es decir, sin programas ni software preescrito que imiten a la nuestra, es un tema muy delicado para los científicos. Cuando un sistema inanimado es dotado de inteligencia autónoma, estamos ya muy cerca de lo que llamamos vida artificial. La reproducción, uno de los condicionantes que los biólogos consideran necesarios para calificar como "vivo" a un objeto no estaría desde luego muy lejos de las posibilidades de una máquina pensante. Ya existen aquellas que no saben ni cómo se llaman y que sin embargo son capaces de hacer copias de sí mismas.
Todo lo anterior, claro está, nos proporciona una serie de interrogantes de todo tipo, y no sólo técnicos, sino también éticos, religiosos, sociales... Un hombre potenciado de forma cibernética deja de ser igual a los otros. Podrá hacer cosas que los demás no pueden hacer. Hasta tal punto que sus virtudes podrán llegar a transportarlos a una posición de predominio por encima de sus congéneres.
Si el concepto de superhombre puede ser arriesgado, ¿qué puede decirse de las supermáquinas? El ser humano es peligroso por naturaleza, pero al menos se trata de una naturaleza bien comprendida por todos nosotros. Otorgar inteligencia a un medio tan radicalmente distinto como una máquina, de la cual no puede esperarse, como mínimo, el mismo comportamiento que una persona, será toda una experiencia. Que sea positiva o negativa, aún no lo podemos aventurar.
Hay quien dice que la carne ya no será necesaria para nada. Cuando ésta supere su vigencia física, algo así como su fecha de caducidad, bastará con reemplazarla con elementos mecánicos. Prácticamente todas las funciones que realizan los órganos del cuerpo humano podrán ser duplicadas en su totalidad (y mejoradas), de manera que lo único realmente valioso para una persona (su mente, su memoria, su personalidad, su cerebro), es también lo único que debería preservarse. A despecho de convertirnos en robots con cerebro orgánico, quedaría así abierta la puerta que nos llevaría a la inmortalidad. La procreación artificial siempre sería posible a partir de material genético natural o sintetizado, pero es posible que ésta ya no fuera necesaria ante la perspectiva de la desaparición de la muerte física. Antes, sin embargo, los científicos deberán hallar la forma de paralizar la degradación cerebral, que afecta a la mayor parte de la gente en su vejez y que, de otro modo, invalidaría esta hipótesis.
Si nos mostramos incapaces de lograrlo, quizá deberemos esperar un poco más y no subestimarnos. Si la esencia está en el contenido y no en el envoltorio, ¿por qué no transferir la información contenida en el cerebro y colocarla en un receptáculo indestructible? El ciclo se habrá cerrado así: el hombre orgánico habrá abandonado su cuerpo para refugiarse en otro que le dé la inmortalidad. Pero, cuidado, no olvidemos que la razón humana, su inteligencia, sus pensamientos... se gestaron de manera espontánea en los cerebros naturales. Eliminado también este crisol, ¿qué podemos esperar de la futura Humanidad?
Los impulsores de este modelo están convencidos de que no deberán preocuparse por la progresión de la facción rival, las máquinas que piensan. Sin embargo, los que alimentan la mejora exponencial del poder de los ordenadores, no están tan seguros. La capacidad de cálculo de los computadores, por poner un ejemplo de algo que hacen muy bien y muy deprisa, ha aumentado de forma brutal desde el mismo momento de su invención. Cada generación de ordenadores "retira" a las anteriores con una facilidad pasmosa, convirtiendo en pocos meses en obsoleto aquello que a primera vista parecía el último grito en informática. Durante la última década la rapidez de cálculo de los chips de los ordenadores se ha duplicado cada pocos meses, entrando en una espiral fantástica que aparenta no tener fin.
Pero, ¿lo tiene realmente? Según los expertos, hacia el año 2090 los chips artificiales podrían superar ya las capacidades de las neuronas del cerebro humano, no sólo en funcionalidad, algo que como hemos dicho con anterioridad ya está en proceso de simularse, sino en poder de procesamiento y comunicación. A partir de ese momento, y siempre según la teoría de la mejora exponencial, nos veremos obligados a dejar a las propias máquinas la definición del camino a seguir para mantener este ritmo, ya que nuestro cerebro se verá incapaz de conseguirlo.
La pregunta fundamental es si este crecimiento imparable de la habilidad de los elementos electrónicos puede dar lugar algún día a que el Hombre se vea de forma ya definitiva en condiciones de inferioridad intelectual frente a las máquinas. Si llega el instante en que perdemos el control y dejamos de comprender cómo y el porqué se producen las mejoras de que se invisten, ¿qué ocurrirá con nosotros? (Reproducido con permiso © Víctor Arenas)
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