JORGE CASTAÑEDA 11/01/2008
El desempeño de Barack Obama en las primarias de Iowa y New Hampshire no le garantiza, ni mucho menos, la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos. Ni hablemos de su victoria en noviembre próximo. Hace un poco más de un mes, el ex presidente Clinton daba la impresión, durante una cena en New York en presencia de la Reina Sofía, que para él, su esposa Hillary era la única candidata que podía sobrevivir a un arranque difícil en Iowa y New Hampshire, pero también insinuaba que sólo a condición de que, si perdía, el margen fuera exiguo. Hoy Obama ha ganado una, Clinton otra, y básicamente se encuentran empatados en la contienda por la postulación de su partido a la presidencia. Nada está escrito en política, y la cantidad de analistas que han dado por muertos a los Clinton desde 1988, desde aquel interminable discurso que el futuro presidente dio en la convención de su partido, es también... interminable.
La apuesta de la wannabe pareja presidencial es que en la virtual primaria nacional del 5 de febrero podrán remontar sus dificultades iniciales: a lo largo de los años han mostrado la fuerza y capacidad de recuperación que hace creíble esta posibilidad; así lo demostraron, para sorpresa de todos los encuestadores, en New Hampshire. Pero igual, por hoy, se encuentran ante desafíos mucho mayores de lo que esperaban, y nadie, ni ellos mismos, se atreve a negarlo. Lo cual vuelve factible la nominación y arribo a la Casa Blanca de Barack Obama. Por ello conviene reflexionar sobre sus eventuales consecuencias.
Ya se ha dicho, por Andrew Sullivan, en un espléndido ensayo sobre Obama en el número de diciembre de la revista The Atlantic, por Farid Zakaría en Newsweek, y por Dominique Moisi en estas páginas: el impacto emblemático de una victoria de Obama cambiaría de golpe la imagen de Estados Unidos en el mundo, y en particular en los países "en desarrollo" o de lo que antes se llamaba el Tercer Mundo. Vale la pena comentar cada una de las subtesis incluidas en esta aseveración.
Primero: cambiaría la imagen de EE UU. La política norteamericana hacia regiones decisivas como el Medio Oriente, Irak, Irán, Corea del Norte, Pakistán, etcétera, se ubica dentro de márgenes muy estrechos. El principal asesor de política exterior de Obama, y su probable secretario de Estado, Tony Lake, confiaba durante un seminario el pasado verano en Italia, que su enfoque hacia Irak e Irán no podría ser excesivamente distinto al actual, por culpa del actual: simplemente EE UU no se puede retirar con la cola entre las patas, ni dejar a Israel al desamparo ante un posible ataque nuclear iraní.
Y justamente, los consejeros presentes y futuros de Obama y de Clinton, en esta materia, son más o menos los mismos y todos provienen de la Administración Clinton: Lake, Albright, Holbroo-ke, Richardson. Resultaría difícil pensar que, en los hechos, las diferencias de política exterior entre los dos precandidatos pudieran ser significativas. De lo que estamos hablando entonces es de lo intangible, lo impresionista, lo atmosférico.
Segundo: imagen en el mundo. En vista de los márgenes aún más reducidos de política interna en Estados Unidos, y de las grandes semejanzas entre los candidatos al respecto, la diferencia yace en el simbolismo ante terceros. No es que la posible llegada de una mujer a la Presidencia careciera de importancia; huelga decir que se trataría de un avance considerable para los derechos de género, el quiebre del techo de vidrio, y la consolidación de la igualdad en el sitio "macho" por excelencia: la presidencia de la hiperpotencia.
Pero como nada es justo en la vida, origen étnico mata género. En el mundo de hoy, con la inmensa impopularidad global de EE UU en general, y en los países islámicos, africanos y de América Latina, en particular, un presidente de "piel canela" entrañaría una ruptura paradigmática insólita. Los "malos" se verían comandados por un "bueno", es decir, por "gente como uno", desde el punto de vista de la otra ribera del Mediterráneo, figurativamente hablando.
Es útil subrayarlo otra vez: con la excepción de algunos casos aislados y localizados, el actual descrédito de EE UU se debe a la política de Bush en Irak: la invasión, Abu Ghraib, la ocupación del país, los abusos y el empantanamiento. Hay factores adicionales de agravio, sin duda: la denuncia del Protocolo de Kioto; el unilateralismo generalizado; el apoyo, al menos tácito, contra Chávez en 2002; el "muro" medio ficticio con México y las redadas muy reales contra indocumentados de todas las nacionalidades dentro de Estados Unidos. Pero retrata más un ambiente que un desacuerdo concreto: por ejemplo, en América Latina, el reclamo que se le puede formular a Bush es más por omisión que por activismo: no ha hecho nada, y por cierto, es, desde Carter, el primer presidente de EE UU sin correr con intervenciones directas o encubiertas a su cargo en la región (recuérdese: Reagan en Centroamérica, Bush padre en Panamá, Clinton en Haití -afortunadamente-). Pero igual la opinión pública le es contraria al extremo -más que nunca- lo cual puede significar que un cambio simbólico en Washington podría a su vez transformar esa opinión, aunque no necesariamente se traduzca en políticas favorables para América Latina, África, Medio Oriente o Asia. De la misma manera que las barbaridades de Bush en Irak no afectan directamente a América Latina, pero provocan un rechazo inusitado.
Podemos sintetizar lo que significaría un triunfo de Obama con un antecedente lejano y también emblemático. Los mexicanos que eramos niños en junio de 1962 recordamos todavía lo que después comprendimos como una paradoja. Más de un millón de habitantes de la capital del país -muchos llevados por la fuerza, pero muchos también motu proprio- salieron a la calle a vitorear a un presidente de los EE UU que pocos meses después llevaría al mundo al borde de la guerra, que había autorizado un año antes la invasión de Playa Girón, que había dado luz verde al asesinato de Patrice Lumumba (en sus últimos días como presidente electo, en enero de 1961) y que ya iniciaba la guerra de Vietnam. ¿Por qué los mexicanos le brindamos una bienvenida así a John F. Kennedy? Abundan las explicaciones, pero se puede privilegiar una: por ser el primer presidente católico "del imperio". Eso, en el país de la Virgen Morena, no era poca cosa. Ser el primer presidente moreno de EE UU, tampoco lo sería.
Jorge Castañeda fue secretario de Relaciones Exteriores de México y es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.
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