Cinco años después de los ataques contra Estados Unidos, es obligado reconocer que Osama Bin Laden y los 19 terroristas del 11 de septiembre de 2001 han ganado ampliamente su apuesta de pesar en el curso de la historia. Igual que los bolcheviques en 1917, ellos han conseguido, si no desencadenar una revolución islámica que acelere el advenimiento del Califato, al menos armar una guerra civil mundial que va a pesar mucho en la primera mitad del siglo XXI. Han liberado fuerzas violentas de desintegración y caos que bloquean el desarrollo de una sociedad abierta. Por último, han puesto a las democracias y a Estados Unidos a la defensiva, rompiendo el monopolio en la agenda internacional del que se beneficiaron durante la última década del siglo XX.
La guerra contra el terrorismo y el eje del mal lanzada por George Bush después del 11 de septiembre de 2001 está, en el mejor de los casos, emprendida. El número de atentados y de sus víctimas no deja de aumentar, al desplegarse ahora la yihad en un doble frente exterior e interior: los ataques contra Madrid en 2004 y Londres en<CW-1> 2005, los asesinatos de Pym Fortuyn o Theo Van Gogh en Holanda, los intentos lanzados contra los aeropuertos británicos o los trenes alemanes en el verano de 2006, demuestran que el intento de violencia se expande igualmente en el seno de la población musulmana inmigrante e integrada en las democracias, alimentando de paso la ansiedad y la hostilidad de los no musulmanes. En Afganistán el contingente de 16.000 hombres de la OTAN tiene dificultades para imponerse a la recuperación progresiva del control de las cinco provincias del sur por los talibanes, mientras se multiplican los atentados suicidas en Kandahar y Khost. Al mismo tiempo, Hamid Karzai está ampliamente deslegitimado, su poder depende de las alianzas con los jefes militares y la única fuente de desarrollo económico sigue siendo el monocultivo de adormidera (cosecha de 6.100 toneladas y con una progresión del 49% en 2006).
Irak se ha balcanizado y entregado a una guerra civil despiadada que ha provocado 14.000 muertos en el seno de la población civil durante este primer semestre. El islamismo radical efectúa un espectacular despegue en el conjunto del mundo musulmán: desde la elección en Irán del presidente Ahmadineyad a la victoria electoral de Hamás en Palestina, desde la conquista de Somalia por las milicias a la influencia de Hizbolá en el sur del Líbano. En resumen, Al Qaida ha conseguido instalar la yihad en el modo de pensar, tanto en el mundo musulmán como en las democracias, y hacer de ella un desacuerdo geopolítico determinante.
Dinámica de odio
Por otra parte, el terrorismo ha difundido una dinámica de miedo y odio que ha frenado las fuerzas de integración, traída por la globalización y reforzada por los riesgos que pesan sobre el mundo. Riesgos estratégicos ligados a las armas de destrucción masiva, a la aceleración de los programas nucleares de Irán, que juega al chantaje, al juego petrolífero, al estancamiento de EE.UU. en Irak, a la amenaza de sus relevos de Hamás y de Hizbolá, así como de Corea del Norte, que ha reemprendido sus lanzamientos de misiles. También a las ambiciones de poder de China cuyo hiperdesarrollo está guiado por el nacionalismo y de Rusia, que pretende reforzar su condición de superpotencia con su soviet capitalista energético. Riesgos políticos que se derivan del endurecimiento de las identidades, que adoptan las formas del nacionalismo y del imperialismo (véanse las tensiones entre China y Japón), del proteccionismo y del aislacionismo, del populismo o del extremismo. Riesgos económicos surgidos de la creciente oposición a la globalización (de lo que es un buen ejemplo Iberoamérica, dividida entre el éxito de la apertura de Brasil y la denuncia violenta de la democracia y del mercado encarnada por Hugo Chávez y Evo Morales).
En total, el mundo es más inestable y peligroso hoy que en 2001, y la posición de las democracias netamente menos favorable. Estados Unidos está militarmente atascado en Irak y destinado a una derrota política que no dejará de ser la de todas las democracias. La guerra de Irak desune hoy a la nación estadounidense, tan profundamente como ha dividido a Europa. La imagen de EE.UU. en el mundo se ha alterado profundamente: el 36 por ciento de los europeos considera que EE.UU. es la principal amenaza para la estabilidad mundial, frente al 30 por ciento en el caso de Irán y el 18 por ciento en el de China. Europa reproduce la separación de EE.UU., dividida entre la estricta alineación del Reino Unido de Blair con la Administración Bush y una línea más moderada que reúne hoy una mayoría en el seno de los Veinticinco, pero que no dispone ni de una estrategia clara, ni de los medios del poder, sobre todo en el plano militar, según ha subrayado la confusión que ha presidido la composición de la nueva Fuerza Provisional de Naciones Unidas en Líbano (FPNUL).
Las democracias, con Estados Unidos a la cabeza, no han originado los riesgos de este principio del siglo XXI, pero han contribuido a su aceleración, sobre todo a través del fracaso de la respuesta estadounidense a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Conscientes del aumento de los peligros y de sus errores, los gobernantes de las naciones libres intentan reconstruir la unidad de las democracias, pero se encuentran prisioneros de las pasiones que han desencadenado y de las ilusiones que han cultivado: militarismo y desmesura en Estados Unidos, multilateralismo, adiós a las armas y salida de la historia en Europa.
La defensa de la libertad en el siglo XXI implica una acción común en cuatro direcciones. La reorientación de la lucha contra el terrorismo que, al igual que la estrategia de contención aplicada con éxito a la URSS, no puede reposar únicamente sobre Estados Unidos y únicamente en el aspecto militar: de ahí la necesidad de reactivar las alianzas estratégicas, de añadir una dimensión política dando prioridad a las fuerzas moderadas en el seno del mundo árabe-musulmán, de respetar el derecho internacional y de reforzar las políticas de integración para responder al frente interior abierto por los fundamentalistas. La prevención concertada de los riesgos geopolíticos, sobre todo el de la proliferación de armas de destrucción masiva, que tiene la aplicación inmediata de la disuasión de la carrera de velocidad hacia el arma atómica emprendida por Irán. El acompañamiento y la regulación de la globalización en el ámbito de las estructuras con la búsqueda de una salida positiva al ciclo de Doha, igual que en el plano coyuntural con el apoyo del crecimiento en Europa con el fin de relevar al ralentizado Estados Unidos. Por último, la reactivación de la integración del continente europeo.
Sin embargo, la clave definitiva reside en el redescubrimiento de los valores comunes compartidos por los pueblos libres, más allá de la diversidad de culturas y de instituciones. Occidente está a punto de perder en el siglo XXI el monopolio de la democracia y el mercado, lo que es lógico y afortunado. Sin embargo, Estados Unidos y Europa conservan un derecho de antigüedad en la defensa de la libertad, fortalecido por la resistencia a los imperios y las ideologías del siglo XX. A ellos les corresponde mostrarse dignos de ello, asumiendo la primacía del interés de Europa sobre el de los Estados que la componen, y la primacía del interés de la libertad sobre el de Estados Unidos y Europa.
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