10 septiembre, 2006

Otro país. El fin del optimismo americano

Otro país. El fin del optimismo americano

Un hombre intenta escapar de la nube de humo provocada por el atentado
«New normal», o lo que ahora es considerado como la nueva normalidad, es la expresión que utilizan los estadounidenses para referirse a un país transformado hasta los niveles más insospechados durante los últimos cinco años por la traumática fuerza de casi tres mil muertos provocados por 19 terroristas de Al Qaida. A las 8:45 de la mañana del 11 de septiembre de 2001, un martes ideal para volar, Estados Unidos empezó a vivir sus restantes 52 minutos de inocencia cotidiana e insularidad estratégica hasta que el tercero de los aviones secuestrados aquel día se escoró deliberadamente contra el Pentágono.
 
Desde entonces el gigante americano ha dejado de respirar su tradicional y contagioso optimismo para pasar, a marchas forzadas, desde la candidez a las suspicacias más tremendistas. Con la triste transformación de un sistema basado escrupulosamente en la presunción de inocencia y la honestidad, a un sistema que, de entrada, sospecha lo peor. Un sistema alimentado por el miedo a una edición multiplicada del 11-S y la certeza de que, si Al Qaida y sus seguidores pudieran matar más y causar mayores daños la próxima vez, lo harían.
 
Esa nueva normalidad queda reflejada en cuestiones que van desde la pesadilla de viajar estos días por avión en un país con tres horas de diferencia horaria entre costa y costa hasta complicaciones en cuestiones burocráticas tan mundanas como la tramitación del carné de conducir o una mera gestión bancaria. No digamos los problemas para un extranjero que aspira a renovar su visado legal.
 
Como materialización de todo este miedo asimilado, la estructura del Gobierno de EE.UU. ha experimentado uno de sus mayores cambios desde la segunda guerra mundial. Se han reformado en profundidad los servicios de inteligencia y se ha implantado una burocracia unificada —el nuevo Departamento de Seguridad Interior— que abarca desde los huracanes a los inmigrantes ilegales pasando por un colorido sistema de alertas terroristas. No carente de momentos patéticos como el paso del «Katrina» o las recomendaciones a los ciudadanos de comprar cinta adhesiva y plásticos para hacer frente a atentados con cargas no convencionales.
 
Al igual que en la saga Lewinsky hubo un momento de generalizada sensación de que ya se conocían excesivos detalles privados, hay temporadas en los que los estadounidenses también parecen empacharse de esas alarmas por espeluznantes modalidades de bio-terrorismo, por los efectos de las «bombas-sucias», la amenaza de los explosivos líquidos o la improvisación de detonadores con ingenios electrónicos cotidianos.
 
Una saturación temerosa que en lo político se tradujo en un cheque en blanco dado a la Administración Bush, que no tuvo que pagar ningún precio especialmente alto por algunas de sus estrategias antiterroristas más chirriantes como Guantánamo, las prisiones secretas de la CIA o el espionaje electrónico doméstico.
 
Este péndulo, que ahora empieza a detenerse, ha jugado a favor de los republicanos en los comicios de 2002 y 2004, en los que la oposición demócrata fue encasillada como el «Partido de Jane Fonda»: medio histérico y poco fiable en cuestiones de seguridad. Sin embargo, este juego ha tocado techo de cara a las legislativas convocadas para noviembre, en las que por primera vez se barruntan cambios.
 
Divisiones y reproches
 
Este presentido giro, a pesar de los problemas que Irak también genera entre los demócratas, ilustra el punto y final casi inevitable del cierre de filas tras el 11-S. Cinco años después, el pragmatismo, los valores de la Constitución, la impaciencia, las divisiones y reproches vuelven a dejarse notar. Empezando por las broncas paralizantes a la hora de reconstruir el simbólico World Trade Center.
 
Y es que, pese a la creación de una estructura militar dedicada a la defensa del territorio y una cadena de mando establecida para poder derribar aviones en caso de otro 11-S, EE.UU. no ha dejado de vivir una guerra contra el terror bastante peculiar. Bajo la consigna patriótica de no salirse de la normalidad, los estadounidenses no se han visto obligados a hacer grandes sacrificios adicionales como subidas de impuestos o servicio militar obligatorio.
 
Una comodidad que contrasta con las trascendentales comparaciones utilizadas por la Casa Blanca para justificar la asignatura pendiente de Irak y pulsos como el de Irán como parte de la misma guerra. Con una retórica que ha acuñado la etiqueta de «islamo-fascistas» para definir al enemigo y en la que abundan los símiles con la segunda guerra mundial entreverados con citas de Winston Churchill.

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